"Un elenco potente en una puesta de El Muererío teatro, que convierte la tragedia en una interna partidaria. "
Por: Camilo Sánchez
El brillo resignado de Augusto Pontani, su aureola fatal de víctima corajuda, quiebra el sentido: está sucediendo una historia en los fondos del Konex. Furtivo, consternado pero de pie, reconoce de entrada que se fue de lengua, que ha jugado a dos puntas en una interna partidaria y que, por eso mismo, tal vez no tenga retorno. "Soy cadáver", dice, recién guardado en un monoambiente de las afueras de la ciudad. "Estoy muerto", recita Pontani, el Prometeo que ha ventilado ciertos secretos de la cúpula entre las bases: un fuego chamuscado en estos tiempos de debacle, "de mucho ferrite en las paredes, cloacas mal hechas, cadáveres gremiales y otros manoseados".
El texto de Juan José Santillán, la dirección de Diego Starosta y un elenco de rara intensidad -Paula Tabachnik, Eliana Antar, Darío Szraka, Diana Cortajerena, Emanuel Belser, Lucía Rossi y el propio Starosta- trabajan, como en una carrera de postas, complementando esfuerzos, y potencian por eso mismo, en Prometeo hasta el cuello, una puesta que lleva al espectador a ese estado que todo hecho artístico finalmente anhela: la perplejidad. No hay persecuciones ni efectos especiales, sino una acción coreográfica abigarrada y certera, en un pequeño ambiente nacional y popular. Allí se destila el ajustado engranaje de la historia: la traición de Pontani y su empecinamiento en el silencio, su negativa a entregar los posibles nombres de una traición futura. Un hecho que podría sacarlo de la mira de Hermes/Camoranesi, ansioso por gatillar. El relato, que en el coro hace pie en textos escritos desde el vacío -Rodolfo Walsh, desde el exilio de la casita de San Vicente o la cabaña del Delta- no tiene dobleces: se cuenta sin atisbos de cinismo posmoderno ni fácil melancolía reivindicativa. Ocurre que ha pasado un vendaval, y hay más de una grieta en las goteras, y no ha parado aún la garúa de tanta historia.
Por eso es precisa la gotera en el techo, que acentúa el clima de las palabras, y más tarde la lluvia que empieza a caer amargamente y en la que nadie de los protagonistas parece reparar. "Señor/ un cuerpo en el destierro/ ninguna marca deja tras su paso/ ni restos de caricia. Días de sol/ y sombras que desmantelan nombres./ En la voracidad cada respiración es hija del despojo", dice, en lo que parece una nueva profecía, el coro de la tragedia. El relato ejerce, en el espectador, una ruptura temporal que es otro de los atractivos de la obra. Se cuenta, en medio del ríspido clima de los violentos años '70, una historia actual, con vaivenes de tramas partidarias y aparatos políticos, runflas ansiosas por pasarse a manos del mejor postor. Bajo el sólido disfraz de una forma, el equipo de El muererío teatro hunde los pies en una sinfonía trágica. Y ese sórdido chapoteo de los zapatos de Camoranesi en el silencio, después del tiro final, resultará inolvidable.
CALIFICACION: MUY BUENA
ver nota: http://www.clarin.com/diario/2008/04/12/espectaculos/c-01501.htm
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