Una Tragedia Argentina
Pontani lo sabe: “Soy cadáver”, dice. Seguramente lo sabía desde mucho antes de que Rodríguez y González lo encerrasen en ese departamento. El ha traicionado a los dioses de su Olimpo –tan módico y poderoso como que es el único vigente– y tarde o temprano lo pagaría. Pero le queda una carta por jugar: sabe algo que resulta vital para sus superiores, que saben que lo sabe. Por ese dato deseado, la reclusión de Pontani se llena de gente y de discursos: su rebeldía despierta simpatías y miedos a un castigo generalizado, y también la reprobación de quienes no están dispuestos a sacar los pies del plato por convicción o apenas para salvar el pellejo en medio de tanta turbulencia. Fuera de la caja en donde esto acontece se encuentra el coro. Su sola presencia, incluso antes de cualquier palabra, anuncia la inexorable tragedia. Pero el coro se va desmembrando y, asumiendo distintos roles, “entra” en esa caja que es celda y departamento: estamos en los tempranos años ’70, y no hay modo de no estar involucrado, no hay afuera. Del techo cae agua. Una gota, otra. Su ritmo y su intensidad y su volumen crecen más y más. Este diluvio no se explica sino como castigo, pero desde dentro parece no ser advertido: fieles servidores o traidores, a todos los envuelve la misma tormenta, y chorrean y chapotean sin siquiera notarlo. Están muy ocupados en sus debates internos y mutuos pases de facturas. La rebeldía debe ser ahogada, pero todos, que no solo Pontani, están hasta el cuello. Cada movimiento es un peldaño más en el descenso de una feroz interna partidaria. A quien tenga presente el Prometeo encadenado de Esquilo no le será difícil encontrar a este titán en Pontani, así como podrá ver la montaña del Cáucaso en ese departamento. Sin embargo, el texto creado por Juanjo Santillán en nada exige estas referencias, pues su relato se sostiene en su propia potencia y solidez. El trabajo del elenco –gente de El Muererío Teatro, incluido su director, Diego Starosta– agrega extrañeza y distanciamiento: esos seres son tan inmensos como lejanos, y distan de nosotros, público modelo 2008, no por la violencia latente, sino por la actual ausencia de fervor, de sangre en las venas, de poner el cuerpo en lo que se piensa. Todo en esta puesta provoca inquietudes y sensaciones, raras siempre, queribles muchas, tristes otras. Como invitándome a reaccionar, pienso al salir: “Es la política, estúpido. Y es el teatro”. Dicen los que saben que Prometeo encadenado era la primera de tres obras, habiéndose perdido las dos siguientes, Prometeo liberado y Prometeo portador del fuego. ¿Qué habría sido, entonces, de Pontani? ¿Sería hoy un destacado ecologista, un oculto y exitoso empresario, un militante social de los barrios marginales, uno de los treinta mil desaparecidos? Como fuere, en un punto en el que su camino se bifurcaba, hubiese debido decidirse entre la amargura y el cinismo. Mientras tanto, en otra montaña, Sísifo sube su roca hasta la cima de donde cae y vuelta a empezar por siempre y para siempre. Pero Sísifo se mira en la reflexión de Albert Camus y se ríe de su absurda existencia. Pontani, el rebelde, no puede reír: el manual del militante dice que debe tomarse todo –incluso a sí mismo– demasiado en serio.
LUCHO BORDEGARAY
lunes, 15 de septiembre de 2008
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